Tres años de sequía. Tres años sin
cosecha. Tres años malvendiendo lo que fue comprando a lo largo de toda su
vida. Ya no le quedan ni animales ni enseres de trabajo. Solamente tierra
reseca, polvo y viento. Y sin embargo, resiste. Como un roble. Terco, porfiado,
testarudo, mantiene firmes sus convicciones y su esperanza de poder forjar un
futuro mejor en medio de la indómita pampa argentina para su familia y sus
descendientes. Jamás va a abandonar la lucha. Nunca va a dejar de rezarle a
Dios y de creer en él. Quiere arar, sembrar y cosechar. Producir trigo y amasar
pan para comer y para transformarlo en hostia en el altar del Señor.
Le reza a Dios en cada comida y también
al amanecer, cuando se despierta luego de largas madrugas de insomnio, y a la
noche, cuando se va a descansar, después de una interminable jornada de
trabajo, sabiendo que no va a conciliar el sueño pensando en la sequía y en la
lluvia que no llega.
Están él y su familia. Solos en la
inmensidad. En la tierra que hizo suya cuando llegó del Volga, huyendo del
hambre, de las persecuciones, de las guerras y del dolor. Son ellos solamente. Ellos
solos. Ellos que regaron la tierra con el sudor de sus frentes y ahora la están
regando de llanto. Esa tierra que ahora está seca, que no produce nada. Esa tierra
que va a tener que vender si no llueve pronto.
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