Por María Rosa
Silva Streitenberger
Una casa de adobe, muy humilde, repleta
de niños jugando y ayudando a mamá. Una mamá siempre sola, realizando los
innumerables trabajos de sol a sol, con la ayuda de sus hijas más grandes. Los
varones trabajan en el campo, al igual que papá, que se ausenta por meses, ya
que el trabajo de campo es así. Lo mantiene lejos del hogar. Y cada vez que
regresa es motivo de un nuevo embarazo. El más pequeño de la casa es
Federiquito de tan solo un par de añitos. Rubio como el trigal, de ojos verdes
como la hierba salpicada por el rocío primaveral. Ese pequeño que es la alegría
de la casa. Esa alegría que se acrecienta al pedirle a sus hermanita: “Agneisi,
macher Brot mit Butter und Zucker? (Agneisi, me hacés pan con manteca y
azúcar?)”. Ese angelito al que papá vio sólo un par de veces y que él esperaba
con todo el amor del mundo. Todo era amor y trabajo. Sacrificio y gozo.
Hasta que una lluvia torrencial comenzó
a caer en la colonia. Con la lluvia llegó el malestar de Federiquito. Cada hora
se ponía peor y cada hora la lluvia era más intensa. Federiquito pregunta por
su papá. Mamá asustada le dice que está por llegar. Ojalá fuera cierto y papá
estuviera en casa para no sentirse tan sola y desprotegida. No se lo ve bien a
su niño y no puede hacer nada. Llueve mucho y el pueblo está lejos. No hay
medio de transporte y las calles se volvieron puro barro.
Por la noche, Federiquito vuela de
fiebre, su rostro pálido, más pálido aún por la tenue luz de la lámpara
presagia algo muy malo. Mamá lo contempla con el alma destrozada porque sabe
que se va, de a poco, su pequeño angelito. Mamá se queda dormida un rato y
cuando despierta sobresaltada, lo mira y rompe en el llanto más desgarrador que
existe, el llanto de una madre ante la pérdida de un hijo.
Al amanecer ya todo
es calma. La lluvia cesó, el malestar del pequeño también. Ya su cuerpo
encontró la paz, menos el alma de mamá, que quedó en carne viva, sufriendo en
soledad, la pérdida de su amado hijito.
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