Por María Rosa
Silva Streitenberger
Pies hundidos en el barro, la helada
sobre nuestras espaldas, congelando el cuerpo y haciendo rechinar los dientes. La
inmensidad del campo, la oscuridad de la madrugada y la fuerza del viento empujándonos.
Una lámpara alumbrando lo necesario y un banquito dónde sentarse, haciendo
equilibrio. Las manos heladas moviéndose sin parar, con la mayor rapidez
posible, porque el trabajo es mucho y el tiempo apremia.
Todos los días, sin falta, hay que
ordeñar. Sin importar las ganas o los dolores que sentimos. La familia completa
debe ayudar. Aunque llueva, aunque estemos transitando el invierno más crudo,
aunque sea domingo, aunque seamos chicos todavía o mamá esté embarazada. Todos los
días, sin falta, hay que ordeñar.
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