Por medio de lo que escribo doy vida a
la historia que identifica a mi pueblo. Esa historia en la que crecí y viví
siendo parte y que hoy parece tan lejana, con sus costumbres, tradiciones,
comidas… y esa forma de vida tan particular que le da identidad a los
descendientes de alemanes del Volga. Una forma de vida que, sin embargo,
existió y yo no solamente pude observar sino que la viví a diario. Con sus
lámparas a kerosén, colchones confeccionados por abuela rellenos con yuyos que
crecían a la vera del arroyo. La ropa de la familia diseñada y realizada por
mamá con retazos de tela arpillera de las bolsas de harina que se compraban en
el almacén de ramos generales. Una sola muda de prendas nuevas y un solo par de
zapatos para asistir a la misa del domingo y que tenían que durar casi una
vida. La lana de oveja recién esquilada para que abuela hile en la rueca los
vellones y las madejas para tejer pulóveres, guantes, medias… Los pisos de
barro de la casa de adobe. La bosta de vaca para alimentar la cocina a leña
para cocinar y calentar la vivienda. Buscar la polenta que el sacerdote, en su
misericordia, repartía a las familias humildes. Repartir lo que cosechábamos en
la quinta de verduras con los ancianos de la localidad o las viudas y mujeres
solas de la cuadra. Lavar los pisos de la iglesia y de la escuela y de los
vecinos de edad avanzada porque mamá nos mandaba a colaborar con el prójimo y
nos enseñaba a ser personas de bien.
En lo que escribo también doy vida a mi
niñez, esa niñez en la que jugué durante muy poco tiempo, porque a los nueve
años ya tuve que comenzar a ayudar a mamá, porque tenía muchos hermanos y la
labor cotidiana era profusa y no terminaba nunca y porque a los doce me
obligaron a dejar mi casa para salir a trabajar para aportar mi sueldo en la
manutención de la familia. Por eso crecí lejos. Muy lejos. Lejos del afecto y
del cariño familiar. Añorando, llorando, sintiéndome solo, soñando con regresar
a mi terruño, a mi casa, con mi madre y mis hermanos.
Y pese a que todo eso se transformó, que
el tiempo transcurrió, que la vida moderna modificó a la colonia, a sus
viviendas, a sus calles, a su devenir cotidiano, hay un lugar en mí donde todo
permanece intacto, un lugar dónde subsisten indelebles el amor de familia, la
unión, el respeto, los sabores y los
aromas, y los seres que ya no están pero un día formaron parte de mi esencia y
forjaron mi identidad. Ese lugar está dentro de mí, en mi alma y en mi corazón.
Es un lugar al cual me remonto para ser feliz y recordar aquellos lejanos años
de mi infancia. Un sitio en que ni el tiempo ni la muerte, ni la ausencia ni la
distancia, pueden destruir. Porque en ese lugar no solamente están mis
recuerdos más hermosos e indelebles sino que está mi identidad. Una identidad
que sobrevive en mis libros.
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