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domingo, 28 de agosto de 2016

75 aniversario del holocausto de los alemanes del Volga


El  28 de agosto de 1941 el gobierno ruso promulgó un decreto en virtud del cual toda la población alemana debía ser deportada hacia Kazajstán y Siberia. Excluyó a sus habitantes de los derechos civiles y políticos, les quitó la ciudadanía y ordenó su deportación masiva.

Acusados de espías y agentes nazis, el ejército rojo inició las represiones; miles de dirigentes fueron capturados y fusilados; toda la población fue deportada, arrancados de sus hogares; los cargaron como animales en vagones de carga, incluyendo todo habitante de ascendencia alemana aún los oficiales y soldados del ejército ruso de etnia alemana; los que no fueron fusilados, fueron condenados a trabajos forzados, muchos murieron de hambre y de frío. Fueron literalmente borrados del mapa y nunca se los mencionaba, estaba terminantemente prohibido visitarlos. Ni siquiera se reconocía que existían. Ellos habían sido formalmente abolidos. Eran víctimas de la política de la xenofobia.
En su mayoría los desplazados eran niños, mujeres y ancianos. Los hombres entre los 16 y 40 años estaban en el ejército de trabajos forzados (Trudarmee), separados de sus familias por centenas o miles de kilómetros y sometidos a trabajos igualmente forzados. Los guardias soviéticos no se hacían problemas por la gran mortandad entre los trabajadores esclavos: los reemplazaban simplemente por otros nuevos. En un genocidio lo que importa es terminar lo antes posible con la vida de las víctimas. Muchas ciudades construidas en esa época se levantaron sobre los despojos de los alemanes étnicos.
Los deportados fueron transportados lentamente en vagones para el ganado hacia Siberia, Asia Central y el alto Norte, pasando el Círculo Polar Ártico. Lo alimentación era escasa, ya que debían alimentarse de lo que habían recogido en sus granjas. Los que morían se enterraban a la vera de las vías del tren, cuando el tren se paraba, o eran arrojados fuera de los vagones cuando el tren seguía su marcha por días sin detenerse.
El fin del viaje era un descampado nevado. Allí los desplazados debieron construir sus chozas con los materiales que se encontraban en el lugar y ponerse a trabajar. Bajo vigilancia militar, con alimentación escasa, debían trabajar desde antes del amanecer hasta después de ponerse el sol. Habían sido desplazados de sus hogares y debían trabajar como esclavos hasta morir, sin derecho a réplica ni a queja.
Aunque el ejército de trabajo fue abolido pocos años después de que la guerra hubiera terminado, la situación difícil de la vida para los alemanes étnicos en Rusia continuaba durante la época del llamado Komendatur: No se les permitió moverse o viajar fuera de su domicilio actual sin un permiso firmado por un funcionario y debían reportarse a la policía militar cada mes, en algunos casos cada semana. Esta política de humillación y racismo continuó hasta 1956, tres años después de la muerte de dictador José Stalin y seis meses después que los prisioneros de guerra alemanes dejaron la Unión Soviética, por gestiones del canciller alemán Adenauer les levantaron las penosas restricciones que les habían impuesto y se retiraron las acusaciones indicadas en el decreto especial publicado el 28 de agosto de 1941. Pero recién el 29 de agosto de 1964 que un segundo decreto admitía abiertamente la culpa del gobierno soviético de la persecución y genocidio de un pueblo inocente y fueron legalmente libres de elegir su domicilio y de volver a sus lugares de origen, algunos funcionarios, sin embargo, hicieron su mejor intento para evitar que los alemanes vuelvan a sus aldeas en el Volga. Las negociaciones del restablecimiento de la república de los alemanes de Volga no condujeron a nada.
Sin embargo, la discriminación contra los alemanes étnicos todavía prevaleció luego: la mejor educación, los trabajos bien pagados y las posiciones de alto perfil en el empleo estaban casi fuera de alcance hasta el derrumbamiento de la Unión Soviética en 1991. El vivir en ciertas áreas y los viajes al exterior para los alemanes étnicos eran más difíciles de arreglar que para cualquier otra nación anterior de la Unión Soviética.
Como consecuencia de la vida impuesta en los campos de concentración, la generación de sobrevivientes de alemanes del Volga que quedó en Rusia creció sin familia y sin escuela. Las familias alemanas fueron diezmadas, los niños que podían producir eran rápidamente obligados a desarrollar trabajos forzados, y se les prohibió la educación. En el marco de estas necesidades, los sobrevivientes se vieron obligados a firmar renuncias que vulneraban aun más su dignidad humana en otros aspectos pero ponían fin a la persecución. A diferencia de otros pueblos víctimas de genocidio, los alemanes del Volga nunca fueron indemnizados.
Se calcula que entre 1941 y 1948 murieron alrededor de 572.281 personas Sin embargo, la enorme pérdida de vidas humanas sufridas, ciertamente sirve para categorizar la Deportación a Siberia de la etnia alemana, como crímenes de lesa humanidad, pues se calcula que murieron en total de hambre, de frío, fusilamientos, etc. etc. serían más de 1.000.000 de almas.
Pero a pesar de todos los contratiempos y de tanto pero tanto dolor, el espíritu y la fuerza de voluntad de los alemanes del Volga nunca logró ser doblegado. La fe la mantuvo en pie. Fe en Dios, en sí misma, en la esperanza en un mañana mejor, que son paradigmas ancestrales de la raza alemana. “Había momentos en que casi no me podía mover del cansancio y del hambre”, confiesa con un hilo de voz que se asemeja a un susurro mientras sus pupilas estallan en lágrimas. “Pero el deseo de vivir y la esperanza hacia una vida mejor eran muy grandes”, logra murmurar luego de un silencio que le permitió reponerse ante el acoso de los recuerdos que todavía la lastiman. “Me ayudaron muchísimos los rezos y los cánticos religiosos. Rezábamos antes de dormir y antes y después de todas las comidas y también a la mañana cuando nos levantábamos”, concluye dejando traslucir en el murmullo de las palabras alemanas y en el apergamino y sufrido rostro, la luz de la fe. Esa luz que también la iluminó en la noche más oscura y en los días más negros de la deportación a Siberia.

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