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viernes, 27 de mayo de 2016

Homenaje a los agricultores (alemanes del Volga)

Por  Carlos Castro Saavedra

La agricultura es como la mano de Dios, abierta y llena de mazorcas. Los surcos son como las líneas de esa mano infinita. Nace la agricultura cuando el cielo y la tierra se besan, cuando las espigas se levantan y encienden sus granos de oro, para alumbrar el camino del pan. Las parcelas responden a los hombres que las llaman con golpes de azadón.
La agricultura no se cansa de dar frutos y de elevarlos hasta la boca de los hombres. Desde el principio del mundo la tierra es generosa y derrama sus dones en plazas y mercados. Agricultura es todo lo que el suelo produce, con la ayuda del sol y de la lluvia, con el esfuerzo de los caballos y el sudor de los pobres.
Arrugadas y duras son las frentes de los labriegos. Arrugadas de pensar surcos y duras de tanto batallar con el invierno y el verano. Los labriegos parecen robles. Así son de sencillos y de sabios. Parecen también montes, tierras altas que sufren y respiran. Van al trabajo, a la faena diaria, con unos pasos anchos y seguros.
Por la mañana los labriegos brillan. Sus rostros multiplican en las gotas de rocío que coronan el campo. Durante todo el día el sol les quema las espaldas y les destiñe las franelas y los pañuelos de azafrán. Por la tarde regresan a sus casas, con las herramientas en los hombros. Brillan otra vez. Se apagan con el humo de las cocinas, que es como un anticipo de la noche.
Quien quiera recobrar sus virtudes originales y sentirse cerca del paraíso, que acuda a los brazos de la agricultura, que se deje acariciar por las hojas de los platanales, por el aliento de las lechugas y las zanahorias.

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