Rescata

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jueves, 29 de diciembre de 2016

¿Cómo festejaban el Año Nuevo los alemanes del Volga?

“Cuando éramos niños, el día de Año Nuevo era para nosotros una jornada de fiesta. Salíamos a visitar a toda la parentela vor wünsche. Entrábamos en todas las casas para desear un feliz comienzo de año a todos los integrantes de cada familia, y ellos, a cambio, nos obsequiaban caramelos y masitas. Para los niños humildes de la colonia era, quizás, la única fecha del año en que recibían una golosina. Por eso no dejábamos de visitar ningún pariente ni amigo. Con cada regalo armábamos un paquetito que llamábamos Pindllie: poníamos las golosinas en el centro de un pañuelo y uníamos sus cuatro puntas mediante un nudo”.

Wünsche gehen und gross neusjahr

El primer día del año los niños se levantaban bien temprano a la mañana, casi con el amanecer, para saludar a sus padres deseándoles feliz año nuevo, recitando un poema varias veces centenario y de autor desconocido, que dice así: Vater und Mutter ich wünsche euch glückseeliges neusjahr, langes leben und Gesundkeit; frieden und einigkeit und nach eren Tod die ewige klückseeligkeit”. “Das wüsnsche mir dir auch”, respondían mama y papá mientras les obsequiaban golosinas.
Cumplido este ritual, los pequeños salían a visitar a parientes y amigos para también desearles la felicidad en el año nuevo que comenzaba. Pero esta ocasión el poema era otro: glück und segen / auf allen Wgen! / Frieden im Haus / jahrein, jahraus! / In gesunden und kranken Tagen / kraft genung, Freud und Leid tragen! / Stets im Kasten ein stücklein Brot, / das geb’ uns gott!
Al finalizar la jornada todos los niños de la colonia, sobre todo los más humildes, se sentían dichosos con la enorme cantidad de golosinas que lograban reunir tras una larga jornada de “trabajo”, visitando tíos, abuelos y demás parientes.
La tradición se completaba el Día de Reyes con el gross naeusjahr (Año Nuevo Grande), cuando los que salían a expresar sus augurios de felicidad en el año que se iniciaba eran las personas mayores. Pero estos, en lugar de ser recibidos con golosinas, eran agasajados con sendas copitas de licor. Por lo que a medida que avanzaba la jornada y la visita de las casas se repetía una tras otra, con parientes y amigos, y con ellas, una tras otra las copitas de licor, la borrachera comenzaba a surgir, y con ella los cánticos satíricos.

lunes, 26 de diciembre de 2016

Somos familia

Diseminados por el mundo pero unidos por un pasado que nos marcó indeleblemente, somos la prueba fiel del inquebrantable espíritu de lucha de nuestra gente, nuestros abuelos, tatarabuelos, choznos, que entregaron todo, hasta su vida, sin claudicar jamás, a pesar de todas las adversidades que tuvieron que afrontar. Porque ellos estaban forjados en el duro hierro de la voluntad, el sacrificio, el trabajo, el tesón y esa cuota de fe y alegría que dejaba su huella por donde pasaban.
Por eso somos familia, porque tenemos el mismo origen, la misma fuerza. Porque llevamos impregnados los olores a infancia, a hogar, a amor incondicional, a unidad, a hermandad.
Y porque somos familia, y como toda familia, tenemos nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestras tristezas, nuestras alegrías, y los ojos puestos en el ayer que nos dio la vida, la identidad, la idiosincrasia, que nos formó y que no podemos ni debemos borrar.
Sigamos luchando por un mañana en familia, en el que nadie olvide, como nosotros no olvidamos nuestras raíces, para que orgullosos, sigamos tejiendo las ramas del árbol de la vida. (María Rosa Silva Streitenberger).

sábado, 24 de diciembre de 2016

Frohe Weihnachten

¿Cómo festejaban Navidad los alemanes del Volga?

“Los niños de las colonias esperábamos la llegada de la Navidad, en especial la Nochebuena, en un clima que nos mantenía inmersos entre la congoja y la felicidad. La congoja porque todos, sin excepción, sabíamos que desde alguna remota región arribaría el Pelznickel y que entraría a nuestro hogar golpeando sus cadenas y  lanzando al aire sus guturales y estentóreos gritos: vestido con un sobretodo oscuro, desaliñado, barba enmarañada, para recriminarnos las travesuras cometidas durante el año y revisarnos las uñas. Y felicidad, porque también aguardábamos la llegada del Chriskindle que, por el contrario, nos bendecía con su remanso de felicidad: era como un hada buena representando al Niño Jesús que nos trataba con cariño y nos llenaba las manos de golosinas.
En Nochebuena asistíamos a la Misa de Gallo, donde cantábamos el Stille Nacht y el Grosser Gott,  y a su regreso toda la familia se sentaba alrededor de la mesa, rezábamos el Padrenuestro y cenábamos. Finalizada la cena bailábamos valses y polcas y el 25 al mediodía se reunía la gran familia, padres, abuelos, nueras, yernos, nietos, un mundo de gente, para degustar cosas navideñas preparadas en el hogar. Era una fiesta muy hermosa”. 

La celebración de la Navidad en las aldeas del Volga, en Rusia

La celebración de la Navidad en las aldeas Volguenses –cuentan los historiadores Popp y Denig- fue siempre la recordación festiva más importante y más esperada del año; ya sea por su significado y motivación o por coincidir con una fecha en que la gente estaba más desocupada de las obligaciones del campo. Por ocurrir en pleno invierno, toda la población se mantenía en su hogares y todos tomaban parte activa de la celebración; las representaciones alusivas al nacimiento del Niño Dios en las iglesias se revestían del máximo esplendor. Los niños tenían una especial intervención y recibían un regalo peculiar; era también motivo para lucir vestimentas nuevas.
Previamente a dicha fecha se limpiaban a fondo y pintaban todas las piezas de la casa y el grupo familiar reunido realizaba su propia instalación del “Nacimiento de Jesús”, de acuerdo a las costumbres y tradiciones; la Navidad en el Volga tenía la virtud de reunir lo más excelso del espíritu cristiano –el nacimiento del Salvador- con lo temporal , expuesto en la fiesta misma, en los regalos para premiar el comportamiento de los niños, la exhibición de los mejor de la casa y el lucimiento de la vestimenta, zapatos, sombreros, etc. Navidad significaba la fecha cumbre y divisoria del año, antes y después de Navidad.

La celebración de la Navidad en los pueblos alemanes de antaño, en Argentina

La fiesta comenzaba a medianoche con la Misa de Gallo (Mette, en dialecto), por supuesto, sin la clásica comilona moderna, ya que por ese tiempo la Iglesia era mucho más rigurosa y señalaba la víspera de Navidad con ayuno y abstinencia, que era cumplida rigurosamente por todos los habitantes de las colonias –recuerda el Padre Brendel.
En la oscuridad aparecía la iglesia rodeada de farolitos chinescos encendidos, que llenaba el ambiente de alegría, y allí, en la media luz de las velas y lámparas de kerosén, se cantaban los cánticos consagrados y comulgaba toda la población.
El tiempo anterior a la misa nocturna tenía su complemento propio –prosigue en sus memorias el Padre Brendel. Llegaba el Chriskindle (el Niño Dios), simbolizado por alguna muchacha vestida de hada y sacudiendo a falta de campanillas un cencerro campero y penetrando en los ya prevenidos hogares. La dulce figura impresionaba hondamente a los pequeños; pero la cosas cambiaban cuando repentinamente irrumpía en la habitación el Pelznickel (Nicolás el velludo), representación del demonio –al decir del Padre Brendel- molesto por el advenimiento del Salvador, quien envuelto en pieles y arrastrando una cadena de las de tiro, acusaba de faltas previamente conocidas, a los pequeños, los que eran defendidos por el hada navideña y arrojado el Pelznickel, quien se iba entre rugidos y golpes de cadena. La escena terminaba con reparto de golosinas que consolaban a los infantes del rato del Pelznickel.
Y así, por las calles de las colonias, llegaba el Christkindle, acompañado por un farol a kerosén, y a una media cuadra detrás, escandalizando a toda la comunidad con sus rebuznos  golpes de cadena, venía el Pelznickel… sudando bajo un sobretodo del tiempo de la arada, lleno de lana y peletería.

viernes, 23 de diciembre de 2016

¡Das Christkindie kommt!

¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
El niño Jesús
caminando por las calles
de la humilde colonia.

Va vestido de blanco,
las manos llenas de golosinas,
a visitar a los niños,
a consolar sus corazones.

Llega después del Pelznickel,
a secar las lágrimas,
que el viejo barbudo
hizo brotar con sus cadenas.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Der Pelznickel

Por las calles oscuras,
en la Nochebuena,
va de casa en casa,
el Pelznickel.

Un colono disfrazado
con el Pelz del abuelo,
de la época de la arada,
cuando caían las grandes heladas.

Sus gritos guturales,
su arrastrar de cadenas,
asusta a los niños,
que lo aguardan llenos de miedo.

Porque ya en la casa,
los hace arrodillar,
sobre granos de sal,
para sus travesuras expiar.

Y los obliga a rezar,
una y otra vez,
mientras los pobres niños,
lloran, aterrados, sin parar.

Navidad de los alemanes del Volga

La estrella de Belén
ilumina el cielo
y las campanas de la iglesia
llaman a Misa de Gallo.

Es Nochebuena
en el mundo
y en la colonia
los feligreses rezan.

Unidos en familia
frente al altar
y al humilde pesebre
donde duerme el niño Jesús.

Luego irán a casa,
se sentarán a la mesa,
alrededor de la Biblia,
y el padre leerá.

Mientras fuera se escucha
el ruido de cadenas,
y el rugir de voces,
que anuncian al Pelznickel.

Navidad de los colonos
alemanes del Volga.
Tradiciones ancestrales
de nuestros abuelos.

Juan Hippener recuerda las fiestas de Navidad y Año Nuevo de antaño


Recuerdos de navidades vividas en los pueblos alemanes, donde siempre había tiempo para compartir en familia, y donde no importaban las diferencias entre unos y otros, siempre estaban todos juntos, para celebrar el nacimiento de Jesús.

La Nueva Radio Suárez entrevistó a Juan Hippener para que recordara cómo se vivían las fiestas de Navidad y Año Nuevo, en el ayer de los Alemanes del Volga.
Por supuesto que se trata de numerosas reuniones familiares, donde abuelos, hijos, nietos, tíos, innumerables cantidad de primos se reunían en torno a la mesa familiar para celebrar la vida, la alegría de estar vivos y juntos, en familia.
Si se trata de los Alemanes del Volga, la buena comida, y la buena música decían siempre presente.
En navidad, a las 11 de la noche, invariablemente, todos juntos, a la Misa de Gallo. Por eso, o se cenaba antes, o bien se dejaba la cena para luego de la medianoche. Mucha comida, y de la buena, compartida con los seres queridos. Las mujeres, aprovechando para ponerse al día de las novedades familiares, del vecindario, del pueblo. En largas conversaciones sostenidas en el dialecto alemán, mientras los chicos van y vienen jugando a los juegos más tradicionales. En los hornos de barro, carne con papas que se cuecen despacio y quedan incomparablemente sabrosas, para la tarde y el mate de la mañana, diferentes tortas, como el Dünne Kuche o Kreppel; infaltable, el Füllsen para acompañar las carnes y de postre, Strudel. 
Luego de las comidas, la reunión se prolongaba por muchas horas, sobre todo si alguno de la familia sacaba la verdulera o el bandoneón o el acordeón y se ponía a interpretar algunas polcas, que invitaba a muchos a cantar y a otros tantos a bailar.
La cosecha de trigo, antes, como ahora, estaba a pleno en Navidad. Pero, invariablemente, los brazos descansaban de la labor de campo. Se paraban las máquinas y se dejaba tiempo para el descanso y el reencuentro familiar.
Por supuesto que había árbol de Navidad. Los adornos eran golosinas, y los niños aguardaban impacientes, el permiso para sacar los adornos y comérselos. 
Y en ese marco era cierto que llegaba Papá Noel, trayendo regalos, pero las familias alemanas tenían también otra tradición: hablaban a los niños del Pelznickel o el hombre malo. Vestido de colores oscuros, cara de muy malo, y generalmente llevando cadenas en sus manos, llegaba para castigar por malas conductas o travesuras muy grandes. Los chicos le tenían terror. Escuchaban atentos los ruidos, ante la advertencia de sus familias. Y si escuchaban el ruido de cadenas que arrastraban por los pisos, huían despavoridos para protegerse donde consideraban el lugar más seguro. Juan Hippener recuerda cuando, alguna vez, en su niñez, vio que el Pelznickel levantó bien alto a algún niño para recriminarle que se había portado mal y a exigirle, con un vozarrón que daba pavor, que mejor que el año próximo se portara bien.
Recuerdos de las navidades vividas en los pueblos alemanes, donde siempre había tiempo para compartir en familia y donde no importaban las diferencias entre unos y otros, siempre estaban todos juntos, para celebrar el nacimiento de Jesús.

lunes, 19 de diciembre de 2016

No recuerdo a mi madre sin hacer nada, siempre estaba trabajando

Mamá nos esperaba al regresar de la escuela con una fuente llena de Kreppel espolvoreados con azúcar y una taza de leche. Eran las cinco de la tarde. Después había que ir a encerrar las vacas para ordeñarlas a la mañana siguiente. En ese trabajo, sentados bajo la intemperie de los crudos inviernos de la pampa, también participaban los niños. Mis hermanos y yo. Éramos seis. De entre siete y quince años. Habíamos nacido uno detrás de otro. Mi madre se pasó la vida embarazada y lavando pañales y ropa de bebé cuando yo era niño. Aparte de eso nunca dejó de trabajar en el campo y en la huerta. No recuerdo a mi madre sentada sin hacer nada. La recuerdo siempre trabajando hasta el último día de su vida. Era el ángel guardián de la familia. Ella nunca estaba enferma. Jamás la oí quejarse por nada. Ni siquiera el día que tuvo el accidente, cuando el carro volcó atropellado por un automóvil al subir a la ruta, en 1959 –recuerda Augusto Schamberger.
Desde ese día nada volvió a ser como antes. Creo que recién ahí papá se dio cuenta cuán necesaria era mi madre para que nuestra familia se mantuviera unida y marchara sin problemas de ningún tipo, desde los referidos a los caracteres de cada uno hasta los económicos. Ella velaba por todo y por todos. Cuidaba de la ropa, del dinero, de la salud, de que todos fuéramos a la escuela y a misa. Nunca nos faltó nada. Ni ropa, que ella misma confeccionaba, ni un plato de comida, por más humilde que fuera –acota.
Cuando murió mi madre mi niñez cambio rotundamente. El poco tiempo que tenía libre para jugar lo tuve que dejar de lado para trabajar. Tenía nueve años. Dejé la escuela y me fui a una estancia a ayudar a un peón que trabajaba de mensual. A mis hermanos les pasó lo mismo. Salvo mi hermana, que tenía dieciséis años, que tuve que quedarse con papá, para cocinarle, lavarle la ropa y hacer los trabajos de la casa. Y lo hizo durante toda su vida. Jamás tuvo novio ni se casó. Siempre estuvo atenta a mi padre. Lo cuidó hasta el día que murió, ya viejito. Y ella quedó sola, en la casa de nuestra niñez –remarca.
Crecí y me hice hombre. Me casé. Lentamente me fui alejando de la colonia, de mi hogar paterno, de mis hermanos. Cada vez nos veíamos menos y hoy hace como veinte años o más que no nos hablamos. El tiempo pasa y uno se va poniendo viejo y no se da cuenta. Y hoy extraño aquellos años de mi infancia, aquellos años que pasé en la colonia, junto a mis padres, a mi mamá y a mi papá, esos dos seres hermosos que me dieron todo lo que soy –concluye Augusto Schamberger con un dejo de llanto en la voz.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Una reliquia histórica

En 1897, cuando Pueblo Santa María apenas llevaba diez años de haber sido fundada, los colonos mandaron a construir esta hermosa cruz a Colonia Hinojo, para colocarla sobre la flamante iglesia que estaban levantando. Una vez concluida, fue instalada sobre la misma. La cruz fue bendecida conjuntamente con la consagración de la iglesia, el  8 de septiembre de 1898, día de la Natividad de María Santísima. La cruz mide 5,50 de alto por 3,30 de ancho.

Estuvo erguida sobre la torre de la iglesia durante cincuenta y seis años hasta que, estando como párroco de la comunidad el Rdo. Padre José León Thiel (periodo 12/3/53 al 26/4/1957), se decide ampliar y reformar el templo. Fue así como en 1953 comenzaron los trabajos de demolición de la torre donde estaba colocada. La nueva iglesia fue “reinaugurada” con una solemne ceremoniosa religiosa el 8 de septiembre de 1954; pero la cruz, pese a haber estado durante más de cincuenta años en la torre de la iglesia y ser una herencia cultural legada por los fundadores de la localidad, no volvió a ser puesta en su sitio sino que fue reemplaza por otra.
Fue rescatada por don Alejandro Streitemberger Maier, quien le dio el valor histórico que merecía, y en el mes de octubre de 1977, fue puesta sobre un pedestal que el mismo diseñó, en el que grabó las siguientes palabras: “Homenaje. Esta gran cruz, reliquia excelsa, mandada a construir por nuestros fundadores, estuvo erguida 56 años en lo alto de la torre de nuestra primera iglesia. Construida y bendecida el 8 de septiembre de 1898”.
Es una de las tres cruces frente a las cuales, en los primeros días de noviembre, se rezan las tradicionales rogativas.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Historia de vida de la abuela Clara Weinbender, de 92 años

Sentada a la sombra de una higuera, a pocos metros de la casa dónde reside desde el día en que nació, hace exactamente noventa y dos años, doña Clara Weinbender evoca su pasado. Su mirada recorre la galería, el jardín, el patio y se pierde en la lejanía del fondo, donde se levanta el Nuschnick y se ve el verde de la quinta de verduras. “Aquí jugué a ser mamá con mis amigas y aquí fui mamá de verdad, cuando nació mi primer hijo” –recuerda.
Doña Clara cuenta que de niña tuvo poco tiempo libre para jugar porque en aquellos años todos los niños tenían que ayudar en la casa y en la crianza  de los hermanos, que siempre fueron  muchos. En su caso, trece. Trece hermanos, más ella y sus dos padres: dieciséis personas sentadas alrededor de una mesa para comer.
“Yo empecé a trabajar a los nueve años –revela. A los nueve años mi mamá me mandó a trabajar a casa de una señora que había quedado viuda con un bebé. Yo tenía que cuidar al bebé y lavar la ropa de todos los integrantes de la casa, que eran la viuda, el bebé y tres hijos más. La señora me pagaba un pequeño sueldo, se lo daba a mi mamá, que lo usaba para comprar cosas para alimentar a la familia. Mi mamá  cobró todos mis sueldos en todos los trabajos que tuve mientras permanecí soltera, hasta los veintiún años”.
“A los veintiuno me casé –agrega- y me fui a trabajar al campo, con mi marido. Fueron años duros. Se trabajaba mucho y no se ganaba nada: todo el mundo se aprovechaba de los peones de campo y encima, a las mujeres no se le paga nada, por más que trabajara de igual a igual con el hombre. Yo hice todo tipo de trabajos, cargué bolsas de trigo y ayudé a arar y sembrar. Y tuve ocho hijos. Fueron años muy duros, muy duros –repite doña Clara con un dejo de tristeza en la voz.
“Solamente teníamos permiso para salir del campo cada tres o cuatro meses. Veníamos de visita a la colonia y nos quedábamos aquí, en la casa de mis padres, porque nunca logramos tener nuestra propia vivienda, porque lo que ganábamos  con nuestro trabajo y sacrificio apenas nos alcanzaba para comer y vestirnos” –sostiene.
Y acota: “El resto del tiempo estábamos en el campo, solos, mi marido, mis hijos y yo, trabajando para un patrón que casi no veíamos nunca. Viviendo en un rancho que se caía a pedazos y solamente tenía cocina y una habitación para todos. ¡Pero qué se le va a hacer! ¡No quedaba otra!”.
“Con el tiempo –continúa doña Clara-, yo me vine a casa de mis padres y mi marido se cambió a otro trabajo. Pero siempre de peón rural. Cómo no conseguimos comprarnos una casa, nos quedamos en la casa de mis padres, aquí, dónde nací. Compartíamos la casa de mis padres, una de mis hermanas, con su marido y sus seis hijos, y yo y mi marido y mis hijos, todos juntos”.
“Y la vida fue pasando. También  los sacrificios y los dolores fueron transcurriendo. Mis padres murieron. Mi hermana se mudó a otra ciudad con su familia, buscando mejores condiciones de trabajo y de vida y mis hijos se fueron casando y un día también se me fue mi marido: murió de un ataque al corazón, imprevistamente, durante una fiesta de Navidad, aquí, en esta misma casa. Y me quedé sola. Muy sola. La casa es grande. Solamente uso la cocina y una habitación. ¡Así es la vida! –suspira. “Pero no me quejo: tuve una hermosa familia”.
Doña Clara murió unos meses después de esta entrevista, en la misma casa dónde nació y vivió toda su vida. Sus palabras y sus recuerdos la sobreviven en esta nota.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Historia de un inmigrante

Luego de aproximadamente un mes de viaje, cruzando el inmenso océano Atlántico, soportando tormentas y tempestades y malos tratos de la tripulación, Joseph Melchior descendió del barco, en Buenos Aires, acompañado de su esposa, Dorotea Simon, y sus hijos. Un lugar nuevo y extraño. Un idioma totalmente ajeno. Un puerto que bullía de extranjeros que llegaban escapando del hambre, de la miseria, de las guerras, de las persecuciones raciales y de los prejuicios sociales. Un universo de personas de todas las razas, creencias e ideologías. Un mundo de gente buscando la tierra prometida.
En el bolsillo del saco llevaba las cartas que había intercambiado con familiares que llegaron al país unos años antes como avanzada, fundando colonias y aldeas en la inmensa pampa indómita.  En ellas estaban grabadas para siempre las palabras que viajaron por meses llevando y trayendo noticias. Desde el Volga, acontecimientos cada vez más tristes, más dolorosos y más traumáticos. Desde la Argentina, sucesos cada vez más prometedores y llenos de esperanza.
Solo Joseph Melchior y su familia saben lo que les costó llegar a la estación de trenes de Constitución y obtener sus pasajes, hablando solamente alemán y arrastrando los grandes baúles de madera en los que llevaban todas sus pertenencias. Buenos Aires era una ciudad descomunal para ellos que estaban acostumbrados a vivir en las pequeñas aldeas del Volga. Les producía vértigo moverse entre tantas personas yendo y viniendo desde todos lados y hacia todas partes y ver obras de infraestructura gigantescas jamás imaginadas desarrollándose por doquiera.
Pero llegaron a la estación, compraron los pasajes con dinero que les habían enviado desde la Argentina, y ascendieron al tren. Desde Constitución viajaron varias horas, deteniéndose brevemente en poblados que apenas habían nacido hacía unos años y cruzando hectáreas y hectáreas de campo en los que solamente se veía inmensidad, trigo, vacas y horizonte. Cada vez menos gente a medida que se alegaban de la gran urbe y cada vez menos civilización. Era claro para ellos que todo estaba por hacerse.
Por fin arribaron a destino: Sauce Corto (actualmente ciudad de Coronel Suárez). Los estaban esperando parientes y amigos. Abrazos, alegría y llanto. Todos querían información. Los de aquí querían saber de allá, de los familiares que habían quedado en las aldeas del Volga, y los que llegaban, querían saber de las nuevas colonias que se habían fundado hacía apenas unos años aquí.
Satisfechas momentáneamente las curiosidades, todos ascendieron a los carros, amontonando baúles en los lugares y espacios que encontraron, y partieron rumbo a Kamenka (en el presente pueblo Santa María), donde los esperaban los fundadores de la localidad y una vida nueva.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Una historia en el río Volga

El río Volga es un río caudaloso. Sus aguas se llevan todo lo  que osa ponerse en su camino durante su extenso recorrido, hasta las vidas de las personas que tienen el valor de desafiarlo durante su extenso recorrido. Como se llevó a uno de mis antepasados que intentó huir para escapar de la persecución rusa durante la gestación de la revolución que cambiaría la historia del gran imperio zarista. Él murió ahogado mientras alentaba a sus descendientes a seguir adelante. Para que salieran de aquella tierra que de pronto se había vuelto hostil y ajena. Esa tierra dónde hasta ayer se levantaban sus aldeas, sus  hogares y florecían sus sueños en inmensos campos de trigales.

martes, 6 de diciembre de 2016

Mi abuelo llegó a la Argentina a los ocho años

Mi abuelo partió de la aldea Kamenka, a los ocho años, junto a su madre y varios hermanos, para arribar a la Argentina y reencontrarse con su padre, que había llegado unos años antes para trabajar, edificar una vivienda y luego mandar a buscarlos a ellos y cumplir con la promesa que había realizado al dejar las orillas del río, para escapar de las hostilidades rusas y el prejuicio, el sufrimiento, la miseria, las muertes por el hambre de seres queridos y amigos.
Aquí se instalaron en Pueblo Santa María, en la que en aquel entonces se conocía como la Matschgasse (Calle de barro), con la idea de continuar desarrollando la profesión de zapatero, que venía llevando a cabo desde hacía muchos años. Para eso había traído consigo sus materiales de trabajo y las maquinarias necesarias para cortar cuero y fabricar zapatos. Y así lo hizo. Sus hijos crecieron. Mi abuelo comenzó a llevar a cabo actividades relacionadas con la iglesia, colaborando con el sacerdote y sus menesteres eclesiásticos. Andando el tiempo se casó y formó su propia familia. Arrendó campo y logró cierta holgura económica. La que se le escurrió de las manos cuando llegó la modernización y los tractores de combustible comenzaron a reemplazar a los caballos. Esto acaeció en su etapa de madurez, por lo que ya no pudo comenzar de nuevo. Fue allí que retomó la profesión de su padre: zapatero. Y por años fue el zapatero de la localidad. Lo fue hasta el día que murió, en el año 1972.

domingo, 4 de diciembre de 2016

¿Será por eso que fuimos tan felices durante nuestra niñez?

Cae la tarde y las familias de la colonia salen a sentarse en las veredas a tomar fresco y conversar con sus vecinos. Sacan las sillas, el equipo de mate, junto a algún trozo de torta tradicional y semillas de girasol. Y mientras los mayores hablan sobre temas de grandes, los niños jugamos en la calle, a la pelota, a la escondida, al huevo podrido, a la rayuela, a la payana… Más tarde nos conseguimos un frasco limpio y nos abocamos a atrapar bichitos de luz. No hay televisores ni computadoras, celulares ni Internet. Tampoco tenemos deseos desmesurados de poseer juguetes imposibles de comprar por parte de nuestros queridos padres, humildes trabajadores, es cierto, pero personas buenas, honestas y justas, como jamás volvimos a encontrar a lo largo de nuestras vidas.
¿Será por eso que fuimos tan felices durante nuestra niñez?

sábado, 3 de diciembre de 2016

La casa de mis abuelos está sola

La casa está tapiada. Las puertas y las ventanas clausuradas con tablones. La galería llena de hojas. Las paredes marchitas de tiempo y gastadas de tanto olvido. Reina un silencio de sepulcro. Las flores del jardín están marchitas, sin hojas ni pétalos de colores. La bomba de agua es una garganta de hierro oxidado muriendo de sed. Veo el paso de los años en cada rincón del lugar. Mis abuelos ya no están. ¿Y los hijos? Tampoco. Los hijos se fueron. Se marcharon buscando lejos lo que no supieron o no pudieron encontrar en su lugar de origen.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Pueblo Santa María se prepara para la segunda Strudel Fest


Este martes por la noche se realizó una nueva reunión de cara a lo que será la segunda Strudel Fest, en Pueblo Santa María, a llevarse a cabo en marzo.

De la misma participaron representantes de cada una de las instituciones de la comunidad junto a autoridades municipales encabezadas por el secretario de gobierno Guillermo Sol.
Se está realizando el cronograma de actividades para el primer domingo de marzo donde se realizada esta segunda edición a lo largo la avenida 11 de Mayo.
Se invita a todas las mujeres y hombre de la comunidad que quieran participar de la elaboración del Strudel gigante que se anoten en el Centro Cultural o bien ante Javier Graff, quien es el chef que tendrá a cargo la creación de este Strudel de 30,60 cm. de largo.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

El amor prohibido en tiempos de nuestros abuelos

Le contó a su madre que le gustaba Luis y su madre la retó y le dio un sermón de nunca acabar. “¿Cómo se va fijar en Luis si su padre ya le dijo que dentro de dos años se tiene que casar con Juan? Juan es buen muchacho. Es el hijo del primo José. Un hombre bueno, honesto, trabajador. Y seguramente Juan va a salir igual que el padre” –le dijo su madre aquella tarde de otoño en que María sintió la necesidad de ser sincera con su mamá.
“Y cómo si eso no fuera poco –continuó su madre- Luis ni siquiera es de la colonia. No sabemos quiénes son sus padres y cómo son. Él vino a trabajar acá, al campo, y eso es todo lo que conocemos de él. Puede ser un cualquiera” –manifestó su madre. “La gente de la ciudad no es cómo nosotros. Tiene otras costumbres y no creen en Dios” –agregó. “Además no quiero a alguien como él en la familia” –concluyó.
María se alejó llorando. Caminó con la cabeza baja rumbo al galpón a llorar en soledad. Se sentó sobre unas bolsas de trigo. Junto a ella estaba uno de los perros de la familia, que la miraba llorar en silencio, meneando la cola. María lo acarició en la cabeza. El perro se acostó a sus pies.
Sus padres no le dejaban opción. Y Luis tampoco. Eran ellos o él. Quedarse junto a sus padres, trabajando en el campo y dentro de dos años casarse con Juan o escaparse en la madrugada con Luis e irse a vivir lejos y no volver a verlos nunca más ni a ellos ni a sus hermanos. Esas eran las alternativas y ella debía decidir.
Y decidió: se fugó con Luis. Se casaron a los dos días. Se radicaron en la Capital Federal, dónde él trabajo en una fábrica y ella en una casa de familia. Tuvieron tres hijos, seis nietos y once bisnietos.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Receta de dos quesos tradicionales de los alemanes del Volga, la ricota y el Falkaese

“Los colonos alemanes del Volga fabricaban sus propios quesos, por ejemplo, la ricota. Este producto lácteo se elaboraba dejando la leche en un sitio cálido, con lo que el azúcar de la leche, la lactosa, se agriaba, lo que hacía que los constituyentes sólidos de la leche, se separan del suero por la acción de las bacterias del ácido láctico. La precipitación daba como resultado un producto espeso, la cuajada o ricota, que se recogía en un trapo fino o gasa para que escurra bien el suero y después suavemente removido se preparaba para su consumo. Con la ricota se elaboraban ricas comidas y también se hacían otro tipos de quesos”.

Ricota

Ingredientes:
Leche

Preparación:
Dejar la leche en un sitio cálido hasta que se vuelva agria, lo que hace que la leche se solidifique. Lo que da como resultado un producto espeso, llamada ricota, que se recoge en un trapo fino o gasa y se cuelga para que escurra bien el suero. Después se remueve y se preparaba para el consumo. Con la ricota se elaboran varias comidas y también otro tipo de quesos. (Entre las comidas se destacan los Maultaschen o Varenick)

……………………………………………………….

Faulkaese

Ingredientes:
1/2 kilo de ricota
Una cucharada de bicarbonato
Una cucharada de sal
1 huevo

Preparación:
Dejar reposar durante veinticuatro horas la ricota condimentada con la cucharada de bicarbonato y sal. Luego poner en una olla dos cucharadas de margarina y colocarla sobre el fuego; agregar la ricota que se dejó en maceración y revolver hasta que espese. Volcar en un molde mientras se le agrega huevo batido. Dejar enfriar.

sábado, 26 de noviembre de 2016

La casa de mis padres

La casa está vacía. Vacía de personas pero llena de recuerdos. Ya no están mamá ni papá ni mis hermanos, es cierto, pero están los muebles y en cada mueble grabado un recuerdo. Allí, en esa silla, mamá pasaba las largas noches de invierno tejiendo medias de lana y en aquel banco papá leía la Biblia en voz alta, para que todos escucháramos la palabra de Dios. Y en ese banco largo, junto a la pared, sentados dos de mis hermanos pequeños.
No, la casa no está vacía. Está llena de recuerdos. En ella palpita mi pasado. Es un corazón que late al compás de mi memoria. Y mientras camino por sus habitaciones, recorriendo cada lugar, mi mirada se encuentra con vestigios de un ayer del cual formé parte. Y caminando hacia el pasado, me encuentro a mí mismo.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Historia de vida de la abuela Ofelia Haffner, de 91 años

“Nací en el campo, en el dormitorio de la casa donde vivían mis padres. Sin ayuda de partera ni de médico. Mi mamá me contó que ella estaba sola, con su hija de dieciséis años y mis otros tres hermanos, más pequeños. Mi papá estaba arando el campo, lejos de la vivienda. Recién se enteró que yo había nacido, a la noche, cuando regresó para cenar” –recuerda Ofelia Haffner.

“Vivíamos lejos de la colonia. Creo que a unos doscientos kilómetros. Y a cincuenta de distancia de cualquier pueblo o ciudad. Así que no quedaba otra que arreglárselas solo. Mi mamá hacía de madre, de médico, de todo. Uno de mis hermanitos murió a los tres años. Mi papá lo envolvió en una manta y juntos, él y mamá, lo llevaron a la colonia, para sepultarlo. Nosotros nos quedamos solos en el campo, llorando, yo y mis seis hermanos.
“Mi niñez fue muy corta. Enseguida tuve que empezar a ayudar a trabajar en las tareas rurales. Recién tenía siete años y ya tenía que regar la quinta con mis hermanos y mi mamá. También tenía que lavar la ropa, que era mucha. El agua había que  traerla con baldes, desde el molino, que estaba a cincuenta metros de la casa.
“No pude ir a la escuela porque quedaba muy lejos. Mi mamá me enseñó a leer la Biblia, que casi sé de memoria de tanto leerla. Es el único libro que leí en toda mi vida. Dios siempre nos protegió y cuidó. Siempre tuvimos trabajo, casa y comida. Mis papás trabajaron en ese campo hasta que se hicieron viejitos. En aquel tiempo no había jubilación. Así que, cuando se hicieron grandes, se fueron a la colonia, a la casa de uno de mis hermanos. Mis papás trabajaron toda su vida, criaron catorce hijos pero nunca pudieron comprarse una casa. Nadie les dio una mano. No es como ahora en que todos reciben ayuda. En aquel tiempo el gobierno no te ayudaba. Tenías que arreglártela sola si eras pobre.
“Yo permanecí en el campo, con ellos, trabajando a la par de mi mamá y de mi papá, hasta que me casé, a los veinte. Entonces me fui con mi marido a trabajar a otro campo, más cerca de la colonia. Era un tambo. Nos levantábamos a las cuatro de la mañana para ordeñar las vacas. En el invierno con unas heladas tremendas. Las espaldas de las vacas estaban blancas de escarcha. Las manos temblaban de frío. Pero el trabajo había que hacerlo.
“Tuve nueve hijos. Uno de ellos también nació en el campo. Me ayudó, como pudo, mi esposo. Los demás nacieron en la colonia, en casa de una abuela. Uno de ellos, murió a los seis años. Repentinamente. Fue un golpe muy duro.
“Trabajamos toda la vida en ese mismo lugar. Y nos fuimos con una mano atrás y otra adelante. Lo único bueno fue que pudimos tener una casa. Después nada. Los patrones se aprovechaban. Nos hacían trabajar y trabajar. Hasta los domingos. Solamente salíamos de visita a la colonia, en semana Santa, para Pascua, y en Kerb. Nada más que dos veces al año.
“Hoy estoy sola. Mi marido murió hace muchos años. Y todos mis hijos se casaron. Tengo noventa y un años. Todavía puedo hacer todo sola. Me cocino. Me lavo la ropa. Leo la Biblia. Rezo. Le agradezco a Dios estar sana” –concluye Ofelia Haffner.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Receta del Fülsen o budín de pan de los alemanes del Volga

El Fülsen o budín de pan es un plato tradicional de los alemanes del Volga,  que nunca falta en los grandes eventos, tanto familiares como sociales, que se llevan a cabo en los pueblos alemanes.

Ingredientes
Pan duro: 1 kg
Leche: 1 litro
Azúcar: 1/2 taza
Crema: de leche 1/2 taza
Huevos: 2 o 3.
Pasas de uvas

Preparación: 
Mojar el pan con la leche hasta que este blando, luego agregar la crema, los huevos, el azúcar y mezclar bien. Agregar las pasas de uvas y volver a mezclar. Colocar en un molde en mantecado. Cocinar a horno moderado.

(Si desea conocer más recetas tradicionales que nos legaron nuestros ancestros, puede adquirir el libro “La gastronomía de los alemanes del Volga”, del escritor Julio César Melchior, que rescata más de 150 recetas de la cocina de los alemanes del Volga. Para ello, comunicarse a: juliomelchior@hotmail.com).

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Ya está a la venta la undécima edición del libro “La gastronomía de los alemanes del Volga”, del escritor Julio César Melchior


El libro rescata más de 150 recetas tradicionales. Contiene fotografías a color. Y se puede adquirir desde cualquier lugar del país, comunicándose a la siguiente dirección de correo electrónico: juliomelchior@hotmail.com


La obra logró trascender las fronteras locales, ser presentada en Capital Federal, estar presente en varios eventos culturales, y llegó a lugares tan lejanos como Alemania, España, Italia, Francia, Estados Unidos, entre otros.
Sin duda, el escritor Julio César Melchior alcanzó con creces el objetivo que se propuso al publicar este libro, que fue rescatar, revalorizar, difundir y promocionar el legado gastronómico de los alemanes del Volga.

martes, 22 de noviembre de 2016

Cuando mi madre fue niña...

Nunca tuvo
una muñeca de verdad,
ni de porcelana
ni de plástico.

Nunca tuvo
tacitas de té de verdad,
como tampoco tuvo
amigas en el campo.

Su muñeca
fue un corazón de trapo
y un alma de hilos, 
que le cosía su mamá.

Sus tacitas de té
fueron latitas vacías
de sardinas y tomates,
que a nadie le servían.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Mamá me dijo “mañana es el último día que vas a la escuela” -cuenta la abuela Nélida Gallinger.

Mamá me dijo “mañana es el último día que vas a la escuela. Ya tenés edad para trabajar. Tu hermano, a los ocho años, ya ayudaba a su padre en el campo y tu hermana, a los doce, ya estaba trabajando en la casa de doña María, de cocinera. Y vos todavía no hacés nada. Solamente vas a la escuela y perdés el tiempo jugando”.
“Yo no entendía nada. No quería dejar la casa de mis padres para ir a trabajar con una señora que necesitaba una niñera para que la ayuden con sus hijos. Lloré durante toda la noche y le recé a Dios que me ayudara para que mi madre cambiara de opinión. Pero no pasó nada. A la mañana me mandaron a la casa de la viuda Margarita Denk a trabajar. Tenía once años.
“Y así me fui –cuenta doña Nélida Gallinger. Con mi pequeño atadito de ropa y lo puesto. Nada más. Tenía solamente una muda para domingo y otra para trabajar. Lloré durante varias noches. Extrañaba a mi mamá,  mi papá y a mis hermanos. Ellos estaban lejos. Yo trabajaba en la ciudad, que quedaba a cincuenta kilómetros de la colonia.
“La señora me hacía cuidar a sus hijos pero con el tiempo me hizo lavar la ropa y planchar.  Y yo no podía decir nada porque me iba a echar a la calle y mi madre me iba a retar si pasaba eso. Mis padres necesitaban la plata.
“Mi mamá cobraba mi sueldo y lo usaba para criar a mis hermanos. Éramos seis mujeres y cinco varones. Pasamos mucha pobreza y miseria.
“En esa casa trabajé hasta el día en que me casé, a los dieciséis años, y me fui a trabajar al campo, con mi marido, a un tambo, a ordeñar vacas. Ahí estuvimos veinte años. Hacíamos de todo. Yo era un peón más. Hacía las cosas de la casa pero también ayudaba a mi marido en todo” –concluye doña Nélida Gallinger. 

viernes, 18 de noviembre de 2016

Mi tía quería ser maestra

Por María Rosa Silva Streitenberger

Matilde vivía su niñez como todas las nenas de la colonia. Ayudando a su mamá y jugando con sus hermanos. Jugaba a ser maestra. Cosa rara entre las nenas que sólo soñaban con ser mamá. Pero ella no. Ella quería saber leer y escribir, sumar y restar. Su hermano mayor le traía cada tanto alguna revista, cuando le sobraban algunas monedas, que la pequeña Matilde no se cansaba de mirar,  porque eso era lo que ella hacía con las pocas revistas que Juan, su hermano mayor, y el único que la entendía, le podía traer.
El tiempo transcurrió y Matilde creció y se fue acercando el día de tener que salir a trabajar. Pero el sueño de estudiar también fue creciendo y arraigando cada día más y más. En la escuela le iba muy bien pero debía dejarla porque la pobreza en casa era insoportable y tenía que irse de la colonia a trabajar a alguna estancia, seguramente a la misma donde trabajaba Juan, su hermano, porque allí necesitaban una mucama.
Matilde tenía su alma destrozada. Ella quería ser maestra y con tan sólo diez años sentía que su sueño estaba muerto.
Pero habló con la hermana religiosa del colegio a quien Matilde admiraba, un día antes de tener que marcharse a la estancia a trabajar, para que ella la salvara. ¡Y así fue! La monja Preguita, de increíbles y puros ojos verdes, la miró con ternura infinita, comprendiendo perfectamente lo que la pequeña sentía. Y la guió para que fuera su discípula y pudiera cumplir su vocación de enseñar.
Matilde fue maestra en un pueblo alejado de la colonia. No volvió a ver a su familia ni a su amado hermano Juan. Pero fue muy feliz porque Juan sabía que la niña que un día había soñaba con leer y escribir, sumar y restar, supo hacer eso y mucho más!