Cabellos blancos
unidos en un rodete. Ojos claros. Rostro de abuela buena. Anteojos de marco
negro. Doña Amalia habla haciendo un esfuerzo extremo, como si la existencia le
pesara. No tiene problemas en contar su vida; pero el hacerlo le representa un
gasto de energía extra. Tiene noventa y cinco años. Vive en un geriátrico.
Ningún familiar la visita porque, sostiene, “la mayoría ya murió y los demás ni
se acuerdan que sigo viva”. Por eso está feliz que estemos junto a ella y
queramos escuchar su historia de vida.
“Por fin alguien se
acuerda de esta vieja que ya no sirve para nada” –dice sonriendo amargamente.
“Habla todo en alemán. El castellano lo entiende; pero no sabe decir una sola
palabra en español” –la disculpa una de las enfermeras del lugar sin saber que
nos agrada conversar en alemán.
Refiere que nació
“cuando las colonias eran solamente calles de barro y casas de adobe. Mis
padres eran pobres. Por eso empecé a trabajar de sirvienta, cama adentro, como
se decía antes, a partir de los doce años. No fui a la escuela. No sé leer ni
escribir. En casa no había tiempo para eso. Todos teníamos que ayudar a mamá.
Éramos nueve hermanos. Había que lavar la ropa, cocer, cocinar, regar la quinta
de verduras”.
Hace una pausa. Toma
aire. Descansa. Bebe un trago de agua. Está recostada en la cama. Confiesa que
se levanta muy poco durante el día. El cuerpo ya no soporta largas caminatas.
Tampoco puedo hacer nada. Solo descansar y dormir. Soy un estorbo para todos”.
Otra pausa. Una pausa
triste. Dolorosa. Sin consuelo para su mirada antes llena de luz y alegría.
“Mis padres me casaron
a los dieciséis años con un amigo de la familia. Un hombre bueno que me trató
siempre muy bien. Tuve once hijos. Nosotros también pasamos mucha pobreza y por
eso, y por la falta de trabajo que había en aquellos años, la mayoría de mis
hijos se marcharon de las colonias y nunca volvieron”.
Calla. La tristeza se
profundiza. Le cierra la garganta. Le atrapa las palabras. La ahoga. La
aproxima al llanto.
Cambia de tema. Habla
de sus años de juventud. De sus hijos cuando iban a la escuela. Rememora
travesuras. Cuenta detalles de la muerte de su marido. Se queja de la soledad
en que vive. De su vejez.
Nos mira y sonríe. Está
feliz porque la visitamos, porque la escuchamos, porque la comprendemos.
Le decimos que vamos a
regresar. Que la residencia donde está no queda tan lejos de las colonias, como
ella supone. Los ojos se le iluminan. Nace una esperanza. Una llama de luz comienza
a surgir en su corazón. Una llama que, sin embargo, se apagó para siempre una
semana después, con una sonrisa en los labios. Murió con la satisfacción de
saber que le importaba a alguien y que alguien la iba a llorar y que su
historia va a quedar escrita eternamente en la memoria de este periódico.
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