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lunes, 21 de abril de 2014

Historia de la visita de un representante ministerial a las colonias

“El pueblo es un trazado urbano irregular dividido por una calle principal, bien ancha, dos o tres calles que corren paralelas, otras tantas que las cortan de manera transversal, y un tejido interminable de pasajes sin salida: caminos hacia ninguna parte, calles sin retorno”, piensa el representante del ministro provincial que recorre la colonia vestido de impecable traje negro, corbata y zapatos al tono, e inmaculada camisa blanca.
Lo acompañan dos respetables vecinos elegidos democráticamente para guiarlo en su visita oficial.
“Calles de tierra: polvo en verano y fango en invierno”, concluye sin dar soluciones al problema. Poco importa. Sólo es cuestión de encogerse de hombros y seguir viaje.
Camina erguido, con mirada soberbia y tirana, pisando seguro, sin dejar dudas que es él el que manda ese día en esa localidad perdida en un lejano y diminuto punto en el mapa político de la provincia de Buenos Aires que cuelga en el confortable salón del ministerio, allá en la ciudad de La Plata. “Donde no hace tanto calor como aquí, carajo, en medio de esta pampa indómita y solitaria, poblada de barbarie y de localidades sin historia ni peso alguno”, opina para sí mismo con desprecio y desdén mientras acelera el paso para concluir cuanto antes su estadía.
“Habría tanto para hacer en este lugar... –continúa reflexionando-. Pero en términos políticos sería como tirar dinero a los chanchos. Sí. Porque como dice un viejo caudillo: ‘la inversión debe compensarse con votos’. Y aquí... –miró en derredor- ¿cuántos votos podemos llegar a cosechar? Ni vale la pena el esfuerzo de sumarlos. El resultado está por demás a la vista. Es ínfimo y minúsculo”.
Llegan al cementerio. Deambulan recorriendo el sitio “donde yacen los fundadores” –según le cuentan los colonos que lo acompañan. Dos ancianas que están limpiando una tumba levantan la mirada sin apenas prestar mayor atención a los tres hombres que a su vez tampoco le prestan mayor interés a los yuyos que invaden el lugar ocultando la última morada de los difuntos que esperan la resurrección final.
Sin decir palabra regresan a la calle para concluir la caminata en la casa de uno de los colonos, donde los esperan varios vecinos de la comunidad. Obviamente que allí está reunida la alcurnia aristocrática de la colonia. El representante del ministro se merecía tamaño agasajo.
Hubo elogios de ambas partes: los dueños de casa, con el aplauso y el beneplácito de sus camaradas, se deshicieron en conceptuosas frases de adulación que hubiesen sonrojado a cualquier animal con dos de frente menos al representante del ministro que respondió agradecido y henchido de orgullo y satisfacción porque –según consideraba- los colonos sabían reconocer sus aptitudes intelectuales y morales. Por eso hizo gala de un repertorio político digno del mejor comité de campaña, prometiendo obras a diestra y siniestra. Tantas que si lo dejaban continuar hasta hubiese llegado a prometer la construcción de un aeropuerto.
Brindaron por una larga vida y permanencia eterna en el poder del gobernador y el presidente de la nación. Almorzaron lo mejor y lo más exquisito que los dueños de casa pudieron comprar.
A las tres de la tarde, se decidió que era hora de trasladar al representante del ministro a Coronel Suárez. Se instalaron cómodamente en varios automóviles y, raudamente, emprendieron la marcha. Al verlos pasar, los colonos pobres que trabajaban los campos de los señores que iban en los vehículos, se preguntaron el por qué de tanto ir y venir de personas vestidas de domingo en la calle principal del pueblo. Nunca lo supieron ni se interesaron en averiguarlo. Las decisiones de la localidad como las que concernían a su vida, se tomaban en otro lugar. Ellos, en su ignorancia de todo contubernio político, comprendían mejor que nadie el viejo axioma que expresa que “Dios está en todas partes pero gobierna la tierra desde el corazón de los hombres que poseen dinero y poder”.

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