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jueves, 4 de julio de 2013

Los recuerdos no mueren

Aprendimos a vivir sin tener en cuenta que los recuerdos no mueren. Nos formamos en el andar de la vida dejando en el camino del ayer historias que luego lamentamos haber perdido. Acontecimientos cotidianos que delinearon nuestro carácter, que forjaron nuestra voluntad sobre el yunque de la existencia, con martillazos de alegrías y tristezas, o que nos hicieron hombres dándonos una lección. Pequeñas vivencias, que de tan sencillas, simples y triviales, en la niñez y juventud, nos parecían hechos insignificantes, sucesos a los que no vale la pena tener en cuenta siquiera.
Y así, en el diario vivir, en el minuto a minuto, olvidamos una palabra dulce dicha al oído por un ser querido, un gesto o un abrazo fraterno, una caricia, un consuelo, un beso suave y tierno, un te amo de alguien que con los años dejamos de amar, y hasta, a veces, un adiós que nos hizo llorar. Perdimos en la vastedad de la memoria, inmersos en la era del consumismo, imágenes de la colonia que un día fue una localidad distinta, con casitas de adobe y hornos de barro y chimeneas humeando aroma a pan casero horneado en frías madrugadas de invierno; con mamá, papá, la abuela y el abuelo vistiendo ropas tradicionales que nos parecían anacrónicas y fuera de moda; con sus tradiciones y costumbres que le conferían identidad; con sus campanas en la torre de la iglesia tocando a rezar el Ángelus o llamando a asistir a misa; con sus procesiones solemnes y fastuosas; sus fiestas religiosas: Kerb, Pascua, Navidad... y el Pelznickel deambulando en Nochebuena por las calles de tierra, buscando ingresar en las viviendas para castigar a los niños que se portaron mal durante el transcurso del año.
Olvidando, a medida que crecíamos, los sueños soñados en largas tardes de verano sentados a la vera del arroyo pensando en un mañana en el que regresábamos al pueblo convertidos en profesionales para prestar un servicio, hacer realidad proyectos comunitarios para hacer crecer el poblado, educar la comunidad... Pero nos fuimos yendo sin darnos cuenta, dejando en algún rincón de la colonia enterrados los sueños tan anhelados. Y ajenos a todo, en ocasiones residiendo en otra localidad, nos enterábamos como iban desapareciendo las cosas donde alguna vez jugamos e imaginamos las ilusiones que no llevamos a cabo nunca; y como se iban yendo, lenta pero inexorablemente, seres que amamos y que jamás volvimos a ver. Personas, cosas y ambientes que los años y el progreso sepultaron en el sitio donde se guardan los tesoros que se desentierran en la vejez, cuando ya es tarde para volver a ellos, cuando la nostalgia y la melancolía nos hacen ver la realidad y descubrir cuan equivocados estábamos cuando pretendimos olvidar nuestro pasado nada más porque era diferente, porque tenía acento alemán, porque... tantas pero tantas cosas, que aún sin darnos cuenta se nos escapa una lágrima, un llanto profundo, que surge desde lo más hondo del alma, añorando la ausencia de una época que no volveremos a vivir y que, en algunos momentos, no supimos o no quisimos valorar y amar en su justa medida. Tan ciegos estábamos de progreso, obnubilados por las luces de las ciudades, que en más de un caso nos quitaron lo único verdadero que teníamos: la identidad.

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