Rescata

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miércoles, 2 de enero de 2013

La llave de los recuerdos


Por Julio César Melchior

Sentado cerca de la cocina a leña que deja oír su murmurar de astillas consumiéndose por las llamas del fuego, que me abriga en esta tarde gris de otoño, miro a través de los cristales de la ventana como la brisa juega con las hojas mustias, que caen de los árboles cual amargas perlas desprendiéndose de los brazos de duendes vencidos por las melancolía.
Algunos gorriones, con sus saltitos característicos, recorren la desteñida gramilla explorándola con la ilusión de encontrar alguna semilla perdida, bajo un cielo que va bordando sobre su inmenso telón, nubes oscuras anunciadoras de lluvia.
Mientras pausadamente ingiero un sorbo de mate, acaricio con mis dedos una antigua llave que pese a sus muchos años aún es útil, todavía conserva inviolable una casa.
La llave, más larga que las actuales, de unos diez centímetros aproximadamente, recorrió dos generaciones hasta llegar a mis manos, que hoy la aferran como si aprisionaran el fragmento de una clave secreta rescatada de los restos de un naufragio ocurrido hace años.
El naufragio ocurrió cuando falleció mi abuelo, y la clave secreta de esta llave es que con su presencia es capaz de abrir mágicamente la impredecible puerta detrás de la cual el inconsciente guarda los recuerdos.
Sin pensarlo, me levanto y me pongo la campera.
Camino por Tucumán hasta llegar a Belgrano, para dirigirme al mil y pico de su altura.
Me detengo en la entrada de una humilde vivienda que todos llaman rancho por lo pobre, y observo sus gastados ladrillos, su parte de adobe que todavía perdura, sus pequeñas ventanas de varios vidrios, su techo de chapa oxidada, su chimenea enhiesta pero sin humo… Y pienso en que el tiempo no la pudor tirar abajo pese a lanzar desesperada y cruelmente todas las huestes y hordas que se prendieron en la desamparada casa, tejiendo yuyos, óxido… pudriéndolo todo, en silencio y lentamente.
Saco la llave de mi bolsillo y abro la puerta, no sin dificultad.
Me detengo en medio de la habitación, que hace años fue cocina, y al cerrar los ojos invaden mi alma fragancias simples: un olorcillo de café con leche recién preparado, chorizo casero, manteca realizada en el hogar, miel… Y mis oídos perciben el bullicio tierno y sereno de un dulce despertar de niños que conversan en alemán, cuando el alemán se hablaba sin pudo y con orgullo.
Abro los ojos para recorrer cada dependencia de la casa, algunas todavía con su piso de tierra, que abuela preparaba prolijamente, sabiamente, para que quedara presentable.
Observo el empapelado, el empapelado… que se pegaba con el engrudo cocinado bajo una fórmula secreta y que adhería el papel en forma casi increíble, tan increíble que aún hoy se conserva intacto, pese a alguna que otra mancha de humedad.
Vuelvo a cerrar mis ojos, y pese a los años transcurridos, y a los pocos de vida que yo tenía, aún viene a mí, entre tinieblas, la imagen de mi abuelo.
Llega con su nostalgia infinita, dejándome el desamparo de saber que nuestras vidas nunca, nunca más, se cruzarán ni se tocarán, siquiera en un gesto desesperado de hacer perdurable lo imposible.
Nuevamente lo veo caminando con paso cansino, su espalda encorvada por los sacrificios que debió hacer para proteger bajo sus cálidas alas patriarcales a toda su familia.
Su raído pantalón negro sujeto con tiradores, su saco, su bufanda al pecho…
Su rostro esculpido por las inclemencias de las estaciones del año, que día con día, hora con hora, lo vieron trabajando, creyendo en quimeras, persiguiendo sueños, para que sus descendientes tuvieran un país mejor, no siempre bien remunerado, pero siempre con la frente manchada con otra cosa que no fuera sudor:  gotas diamantinas que enriquecieron su corazón.
Sus canas, brillos de plata, su pequeño bigote, su voz fuerte, si idioma, que aún perdura en los labios de sus nietos, cual un tesoro invalorable que su alma de inmigrante, su infinita alma, dejó impreso en los labios de sus descendientes cual el susurro de los hombres que perduran en el recuerdo.
Y sus ojos, manantiales de ternura, en los cuales colmaron su sed, su esposa, sus hijos, sus nietos… y todo aquel que supiera descubrir la fuente impresionante de amor que escondía en su interior.
Recuerdo los últimos años de su vida, los cuatro que compartí junto a él, cuando su oficio era el de zapatero…
Las mañanas bajo un tibio sol, cortando cuero para fabricar alguna suela o enmendar algún zapato; porque eran épocas difíciles y los zapatos no se tiraban cuando el uso continuo los rompía: se confiaban a las maestras manos de don José…
Don José… que con sus temblorosos dedos, llenos de cicatrices, que las horas y el oficio de eterno trabajador le fueron dejando, aún podía sentir con total honestidad el orgullo de haber realizado un buen trabajo.
Pero como nada es perdurable, la tristeza fue tejiendo sus hilos, enmarañando su corazón, cual una negra araña teje sus telas sobre una flor carmesí: murió la mujer con la que había compartido todo: su esposa.
Y la soledad, la nostalgia, la melancolía, el desamparo, comenzaron a roerle el corazón, a robarle subrepticiamente los pequeños anhelos, las esperanzas, y lo condenaron al silencio de los atardeceres sin voz, sin palabras cómplices que compartir, ni a quien contar las vivencias de una vida vivida a pleno.
Dicen que una noche Dios se consoló de su dolor y apagó la débil llama que aún ardía en su pecho.
Abro lo ojos y dirijo mi mirada hacia la habitación donde lo velaron: porque hace más de treinta años todavía se creía que el dueño de casa debía permanecer en ella hasta ser llevado a la última morada.
Presiento nítidamente el suave murmullo de los que rodean el féretro y que rezan el rosario, mientras los hijos, reunido por última vez en esta casa, lloran impotentes el adiós a su padre.
Bajo una lluvia torrencial lo trasladan a la iglesia y de allí al cementerio. Todo el trayecto se hace “a pulso”, es decir, los hombres de la familia se turnan para llevar el féretro; acompañados por un canto triste en alemán, que provoca en las personas que conforma el cortejo, un sentimiento aún más profundo de sufrimiento, y una consciencia verdaderamente real que la pérdida es eterna.
Vuelvo a la realidad, al advertir que las sombras de la noche que llega, ya no me permiten distinguir nada.
Salgo a la calle bajo una llovizna de otoño, melancólica y triste. Al caminar unos pasos, me detengo y vuelvo la mirada para observar la antigua casa… Y me pregunto: ¿Por qué no dejarla como testimonio de una época de la historia de nuestros pueblos alemanes y de Santa María en particular?

El relato obtuvo el Primer Premio en el certamen de cuentos “Los Pueblos Alemanes”, organizado por la Biblioteca “Zulma Bonnaterre”, de Pueblo Santa Trinidad, en el mes de octubre de 1993.

8 comentarios:

  1. Y publicaré acá y no sé como funcionan los blogs...Diré que leí una historia emocionante, impregnada de sensibilidad, de 'vida'...y hoy , obtendría, sin lugar a dudas, un fabuloso y merecido 'Primer Premio'...y 20 años después!!!

    ...'camino unos pasos', me detengo y vuelvo...siempre volveré para elegir estas historias...y sí, me emocioné una vez más y la leí varias veces y llegó a mi alma, cada palabra, cada momento...¡¡ Graciaaaaas, por compartir este grandioso recuerdo !!!!

    ...y por si no saliera mi nombre...soy Mariana!!!

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  2. Martha Schiel Cereseto3 de enero de 2013, 0:24

    Bellìsimo Julio!!

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  3. Muchas gracias, Mariana, por tus palabras!!!

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  4. Muchas gracias, Martha! Abrazo a la distancia!!!!

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  5. Me se de memoria casi todos tus escritos. Este lo desconocìa, creo que es uno de los mejores...Abrazo!

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  6. Martha Schiel Cereseto3 de enero de 2013, 11:34

    Martha Schiel Cereseto

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  7. Marcela Zitterkopf24 de enero de 2013, 23:22

    Muy bello escrito, te cuento Julio que en nuestra casa de Av 11 de Mayo, nosotros usamos esas "largas llaves" para ingresar a nuestra vivienda

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  8. Gracias por visitar mi blog y leer mis escritos y sumarte con un comentario, Marcela. Es muy entrañable tu aporte. Saber que todavía se utilizan esas llaves es un halago para la memoria de nuestros ancestros!!!

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