Afuera cae
nieve. Es invierno. La aldea es un cúmulo de chimeneas respirando humo en la
inmensa vastedad de la estepa rusa. Nadie recorre las calles. Ninguna persona
osa salir y enfrentar la tempestad. Hace días que nieva. Sólo se ven caer copos
de nieve, blancos y fríos copos de algodón. Caen y caen del cielo y se
amontonan en los techos, en los patios, en la aldea entera.
Adentro de la
casa, la leña crepita, el fuego calienta la cocina. La madre fríe Kreppel, los
niños juegan; el padre arregla un zapato trabajando con lezna, aguja e hilo; el
abuelo y la abuela conversan. Los minutos transcurren. Se hacen horas. Llega la
noche. La familia se sienta alrededor de la mesa. Rezan. Cenan. Cantan, con
voces melancólicas y desbordadas de nostalgia, antiguas canciones que los ancestros
trajeron en la alforja del corazón desde Alemania.
Afuera es noche
cerrada. Oscura. Dejó de nevar. Las estrellas brillan cual cristales de oro.
Semejan lágrimas de ángeles suspendidas del corazón de Dios.