Rescata

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lunes, 30 de mayo de 2011

Crónica de un amor infiel

Se sentó al lado del arado. Se sentía exhausto. No tanto de caminar siguiendo el surco que el arado mancera abría en la tierra sino por el agobio de la soledad que pesaba en su alma. Miró hacia la distancia sin ver la realidad, con los ojos vagando en la estepa estéril de su espíritu. Suspiró hondo y la cadencia del suspiro llenó el silencio de la tarde que moría con el sol.
Se puso de pie, se sacudió la tierra con el sombrero y azuzó el caballo que volvió a arrastrar el arado. Dos o tres gaviotas lo acompañaban en lo alto del firmamento lanzándose en picada de vez en cuando para recoger un gusano o algún otro bicho que la labor dejaba al descubierto sobre la tierra labrada.
Caminó unos pasos y otra vez se detuvo. Consultó el reloj de bolsillo y meneó la cabeza. Aún era temprano. Para él, que le sobraba tiempo, siempre era temprano. Agitó las riendas y el caballo nuevamente se puso en marcha, lanzando un relincho de fastidio, aburrido de la obligación de tener que detenerse a cada momento.
El colono caminaba absorto en sus pensamientos. De vez en cuando tropezaba con un cascote que el arado no lograba deshacer y una blasfemia escapaba de su boca reseca y sedienta. Pero a pesar de todo, seguía andando, indiferente y ajeno a la tarea que desarrollaba y a la realidad que lo circundaba. Su cuerpo estaba allí pero su alma no, su alma vagaba en algún punto lejano del recuerdo.
Al anochecer desenganchó el caballo y montándolo se dirigió rumbo a la casa que se divisaba a unos dos mil metros del lugar donde trabajaba. El animal marchó con paso ligero, presuroso de llegar al bebedero junto al molino para mitigar la sed. Bestia y hombre calmaron la sed en el mismo sitio y con el mismo entusiasmo. El caballo se vio libre y el hombre colgó las riendas en el alero del galpón. Luego encaminó sus pasos hacia la vivienda.
Las estrellas principiaban a emerger en el cielo y una luna llena comenzaba a brillar amortajando de contrastes grises la casa que aún permanecía a oscuras. El hombre ingresó a ella y a tientas encendió una lámpara a kerosén. La lumbre, débil y pálida, iluminó una habitación humilde, con una cocina a leña, una mesa, un banco colocado contra la pared, unas sillas dispersas y un enorme reloj de pared colgado en uno de los rincones.
Con paciencia monacal encendió el fuego de la cocina a leña y puso a calentar una sartén con aceite; cuando de súbito entró corriendo un perro que se abalanzó sobre él, seguramente dichoso de que su amo le diera vida a la casa luego de toda una tarde de silencio.
Una hora después, bañado y pulcramente vestido, el colono cenaba huevos fritos y chorizo casero bebiendo abundante vino. Comía como realizaba todos los actos de su existencia: reconcentrado en sus propios pensamientos, mirando hacia la nada. Los ojos nunca parecían ver lo que tenían delante. Eran indiferentes a las cosas y a los hombres: expresaban una infinita desolación.
Cenó y bebió en cantidad. Aturdido y embotado, se fue a dormir. Su sueño era tan extraño como lo era su forma de vida: acongojado y un permanente martirio. Gemía, murmuraba el nombre de una mujer, sudaba en exceso y a veces despertaba desesperado. Y de madrugada era común que desvelado esperara el día mirando el techo sin verlo, con las manos crispadas, el cuerpo sudoroso y los ojos inundados por el llanto.
La razón chapoteaba en el fango de la evocación de un recuerdo amargo próxima a la locura. El alma era presa de una flagelación permanente. Cada imagen que surgía en su atribulada mente convergía invariablemente hacia el instante en que su esposa le dijo adiós para ir a reunirse con el amante. La escena y las palabras profundizaban la angustia y lastimaban aún más su vanidad de hombre humillado pero no podía dejar de rememorar ese momento terrible.
Tenía treinta años, un hijo de cinco que estaba al cuidado de la abuela, una mujer que a esa hora dormía abrazado a otro, y una ilusión despedazada por un amigo que enamoró a su esposa mientras él, feliz y orgulloso de la familia que poseía, araba la tierra bosquejando planes para hacer crecer y prosperar la chacra pensando con ello obtener mayores beneficios económicos con los que brindarle a su amada un matrimonio basado no solamente en la dicha espiritual sino también en el bienestar material. Proyecto que no pudo cumplir porque el destino trastocó la obra que estaba representando: de comedia la transformó en tragedia con un solo actor como protagonista, él mismo, y un solo sentimiento impregnando el libreto, su propio sufrimiento.

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